Omisión perversa, festejo ominoso.


1ro de septiembre de 2010.



En relación a los festejos del Bicentenario, recientemente comentó Lorenzo Meyer:

“–¿De aquella Revolución, qué lecciones hay para el presente?

“–Hay muchas, pero la que me parece más importante, incluso la más dramática, es que el México moderno es resultado del encuentro terrible y, este sí, casi inevitable, entre Europa y las sociedades originarias, dando lugar a una explotación brutal. Cuando la Colonia se viene abajo, en 1810, la sociedad mexicana se lanzó a la búsqueda de un nuevo acuerdo, pero todavía hoy no damos con uno que sea satisfactorio para todos, donde los diferentes componentes de la sociedad estén en disposición de dialogar con los otros de manera civilizada. La Revolución fue resultado de esa imposibilidad. Hoy ya no está la Colonia ni la dictadura, pero tenemos esta república liberal de la explotación.”
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Este enfoque preciso y sucinto da pie para esta otra mirada a compartir:

I.
La Guerra de Independencia fue una gesta criolla-popular por orientación de Hidalgo y a despecho de Allende, su inicial promotor del grupo. Desde entonces quedó clara la vocación social de esta lucha, y no sólo liberal. Es esta su principal valía histórica–utopística, tanto por la participación sui generis del pueblo en la guerra como por el programa de nación.

Por encima de la independencia política y económica –inconclusa, malograda y luego escamoteada en sus pocos avances–, en todo el periodo previo y posterior al inicio de esta gesta, prevaleció la colonialidad mental y cultural de las élites –inicialmente criollas y posteriormente mestizas– de los liberales y conservadores, herederos beligerantes del poder. Ambas élites intelectuales orgánicas de la modernidad y ahora del neoliberalismo. En este largo periodo y desde estas élites, dicha colonialidad mental se asocia directamente con dos características culturales –ideosincrásicas–: la corrupción y la violencia, que han permeado todas las esferas de la actividad de la sociedad debido a que prevalecen la impunidad y el cinismo también como valores éticos implícitos operantes.

Todo ello circunscrito a su vez, a la seductora presencia de un “Occidente” reificado (cosificado y con vida propia) en la creencia generalizada del progreso histórico, fundamentalista pero laico. A su vez, este construido desde el imaginario de la misma modernidad –ilustrada y liberal, o no– que tiene por premisas ético–epistemológico vivenciales el  individualismo, la racionalidad económica y la fragmentación de la conciencia. Tal realidad ideal –imaginaria– desde la que operan nuestras sociedades subsumidas en la colonialidad mental con “la presunta garantía del progreso bajo los regímenes de la modernidad es la que mantiene unidos los esquemas interconexos y los escándalos (sic) de la colonia, la nación y la globalización”(Saurabh Dube). 

II.
Esto es algo de lo que se oculta cuando prevalece una visión de la historia de los individuos-héroes y/o se legitima la historia de élites en conflicto (clero-ejercito, conservadores-liberales, invasores-patriotas, nacionalistas-neoliberales, derecha-izquierda, oligarcas-demócratas, etc.).

En todo ello el gran omitido, ha sido el pueblo. De ahí la necesidad de denigrar u omitir a los personajes históricos que hacen patente esta presencia profunda, continua y definitiva del quehacer del pasado-presente-futuro de una nación.

En el ámbito de lo anecdótico, cualquier circunstancia, acto o característica personal puede ser elogiada o vilipendiada, V. gr. Hidalgo: gran zorro plateado o simpático cura taimado, libertino y excéntrico. Y hay quien con ello pretende hacer historia. Hidalgo y Morelos destacan entre la pléyade de insurgentes heroicos latinoamericanos del momento y se hermanan con el libertador Martí casi un siglo después, por su gran sensibilidad, talento y proyección popular democrática de justicia social, como fundamento de una nación pluriétnica e intercultural, aún hoy pendiente.

III.
Junto con esto, lo que está de por medio también es no ponderar las relaciones entre historia–realidad presente–utopía, maleablemente articuladas desde el sustrato del imaginario social del mito y la ficción. Reconocer que: “Todos los países viven con sus mitos históricos si no, no podrían vivir” (L. Meyer), es básico. Ello implica reconocer esa polidimensionalidad vivencial de la condición humana, de la que hablamos desde la plástica social[1], para apreciar el poder complejo-creativo (plástico-onírico) de nuestra realidad en tanto construcción social, desde los potenciales y riquezas de la convivencialidad comunitaria.

En la actual agudización de la convergencia de crisis que van desde el Estado fallido nacional hasta la inusitada especulación de los derivados financieros que están provocando la segunda ola del tsunami financiero global del dólarcentrismo-ficción (A. Jalife–Rahme), tal articulación se hace tangible desde nuestra propia vivencialidad. Tal es la dimensión que emerge en la conciencia de los pueblos en coyunturas de crisis sistémicas. Tal es la que termina siendo el motor profundo de los cambios sociales de largo plazo. La forma de dichos cambios, no depende tanto de su necesidad evidente, sino de la forma, intensidad y duración de coerción y marginalidad –explotación brutal, dice Meyer– a la que ha sido sometido el pueblo, por una parte, y la conciencia social traducida en formas de organización que construye desde los niveles de organicidad convivencial con que cuenta y que haya preservado como herencia de resistencia.

Una de las grandes lecciones de estos festejos del bicentenario y centenario en épocas de la acción impune de los mass media y de brutalidad neoliberal, es que, por lo grotesco del montaje, se hace evidente tal ficcionalización del mito histórico, como acción de grupo social narco–faccioso en el poder –con su correspondiente sector de intelectuales orgánicos–, para intentar un nuevo sesgo interpretativo, no tanto por el pasado en si mismo, sino para legitimar el régimen del presente y haga viable su proyecto de futuro atópico –devastador–.

IV.
La producción de la historia es, en ocasiones, un acto sutil, consensuado y de elegancia erudita, en tanto que recurso negociado de significación, de poder y autoridad, en el centro de las dinámicas, tensiones e identidades sociales (S. Dube) y los intereses de clases de por medio, en un momento dado.

Sin embargo, al carecer de personajes de la estampa de Lucas Alamán, Andrés Molina Enríquez u Octavio Paz; el presente espectáculo del montaje ficcional –sic– es significativo, no sólo por estigmatizar –vanalizando– héroes nacionales y no mencionar algunos otros de igual o más valía, sino por la omisión perversa del carácter popular de dichos cambios y de la visión social de dichos personajes. Más que el montaje de parafernalia con empresas trasnacionales de la ficcionalización y el derroche económico en ello, resalta el desmontaje legislativo –la deconstrucción constitucional– de los derechos sociales y el desmantelamiento y saqueo nacional sistemático.

Con todo ello cobra vigencia inusitada reconocer también, en la administración del pasado (Mario Rufer), como en todos los demás ámbitos de la sociedad, la existencia –soterrada y sucia– de la guerra de los sueños desde el imaginario social dirigida al imaginario –onírico– individual, de la que habla Marc Augé, en su enfoque antropológico de la etno-ficción. Hasta las obtusas oligarquías neoliberales reconocen su poder estratégico, aunque en la desesperación de un gobierno espurio, lo tornan un montaje torpe, ridículo y fútil.

Falta que las miradas desde lo popular y desde la intelectualidad orgánica e intercultural que le es propia, cobren conciencia de su poder y se trabaje orgánicamente con ello desde ahí hacia la construcción de la historia preñada de futuro. 

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